febrero 16, 2021

Indiferencia en lugar de ayuda

*La pandemia ha logrado aseverar los casos de violencia contra la mujer

Alianza Centinela Covid-19

Alejandra estuvo dos horas y media en el asiento trasero de un patrullero junto a su agresor. Los dos habían sido detenidos, luego de una pelea en el balcón de su casa, en un pueblo de Pichincha, a dos horas de Quito.

Cuando llegaron los policías comunitarios —que, en Ecuador, son los encargados de “construir una cultura de convivencia pacífica y de seguridad ciudadana”— preguntaron qué había pasado. Francisco* —su esposo y también agresor— les dijo que ella estaba loca, que él solo quería irse en paz y ella no lo dejaba. Alejandra lo interrumpió y dijo que él había sido violento con ella, que no era la primera vez, que por favor hicieran algo.

“No me diga cómo hacer mi trabajo”, dice Alejandra que le respondió uno de los policías.

Entre gritos e interrupciones, ella les contó que tenía una boleta de auxilio, que no era la primera vez que él la golpeaba. Pero en ese momento, por los nervios o un descuido, solo tenía la copia del documento que certifica que a ella le ampara una medida administrativa inmediata de protección. Ese papel, dijeron los agentes, no era suficiente. Entonces, se los llevaron detenidos a los dos. Eran las cinco de la tarde de un día de marzo de 2020, pocos días después de que Ecuador y otros países de la región comenzaron sus restricciones estrictas de movilidad para frenar los contagios del covid-19 que ya dejaba 5 mil muertos en el mundo.

En este pueblo no hay oficina de la Fiscalía ni unidades judiciales, solo una Unidad de Policía Comunitaria (UPC). Los policías llevaron a Alejandra y Francisco hasta Santo Domingo, una ciudad a dos horas, para los exámenes de peritaje.

– Dónde es que tiene los golpes.

– Enséñeme las heridas.

– Levante los brazos.

– Mire para acá, mire para allá.

– Ya, no tiene nada, hasta luego.

Recuenta Alejandra que, como siempre de manera tan mecánica, la examinaron. “Te hacen llenar unas hojas, escribes, casi no hablas. Ellos conversan por otro lado con otra gente”.

Alejandra dice “como siempre” porque no era la primera vez que un médico legal la examinaba. En 2017, cuando tenía poco más de un año con su pareja, él le fracturó la nariz. Esa vez estaba en Quito y fue a la Fiscalía para denunciar. De la Fiscalía la mandaron a un hospital para que la examinaran. Como la fractura no le causó lesiones o incapacidad de más de tres días, la agresión no fue clasificada como un delito sino como contravención.

Francisco estuvo preso por 15 días y ella logró su boleta de auxilio. “De verdad es horrible pero si no tienes una herida profunda o no está roto algún hueso, no le prestan atención”, dice Alejandra, y continúa contando cómo fue el segundo proceso, en marzo de este año.

Después de los exámenes en Santo Domingo, regresaron al pueblo. “Los policías no sabían qué hacer, no sabían cómo proceder porque todo estaba cerrado por la cuarentena”.

La pelea, el viaje a la otra ciudad y el peritaje ocurrieron la tercera semana de marzo, unos días después de que el gobierno declarara el estado de excepción por la pandemia. El toque de queda empezaba a las nueve de la noche y se extendía hasta las cinco de la mañana. Cuando el presidente Lenín Moreno declaró la emergencia, obligó que cerraran  los servicios públicos “a excepción de los de salud, seguridad, servicios de riesgos y aquellos que —por emergencia— los ministerios decidan tener abiertos”. Aunque la secretaria de Derechos Humanos, Cecilia Chacón, dice que nunca dejaron de atender casos de violencia de género, activistas como Geraldine Guerra —que mantiene una red con mujeres de las 24 provincias del país— aseguran que la atención fue a medias. Los registros de la Fiscalía parecen corroborarlo: entre el 17 de marzo y 18 de mayo de 2020, las denuncias por violencia física cayeron en un 47 por ciento y las de violencia psicológica en un 65 por ciento frente al año anterior.

Esa noche de marzo, los policías, sin saber qué hacer, pusieron a Alejandra y Francisco a dormir en la UPC, en cuartos separados. En la mañana, los llevaron a otra ciudad a dos horas para que ella pudiera poner formalmente la denuncia. Si no hubiera habido confinamiento obligatorio, Alejandra debía haberla puesto la tarde anterior. Pero tuvo que pasar la noche detenida, y hacerlo al día siguiente.

Esa misma mañana fue la audiencia en una unidad judicial que sí estaba abierta en otra ciudad cercana. La jueza le dio 15 días de cárcel a Francisco. La boleta de Alejandra de hacía tres años seguía vigente pero como no le había servido, se la reemplazaron por otra medida: una orden de restricción del agresor. Hoy ella vive con el pánico de que su agresor vuelva a buscarla.

Martha de Nicaragua, Ximena de Colombia, Octavia de Guatemala y Olivia de Brasil, cuyos nombres completos reservamos por el riesgo que corren, viven con el mismo terror. Sus Estados no han hecho lo suficiente para protegerlas de agresores a quienes han denunciado ante las autoridades policiales o judiciales, en algunos casos más de una vez.

Ellos saben dónde viven y las han vuelto a buscar en plena pandemia.